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Ernesto Muñiz: Altares en medio de la guerrilla urbana
Revista Umělec
Año 2007, 2
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Ernesto Muñiz: Altares en medio de la guerrilla urbana

Revista Umělec 2007/2

01.02.2007

Jorge Flores-Oliver | Retrato | en cs de es

BREVE INTRODUCCIÓN A LA ESTÉTICA CATÓLICA EXTREMISTA

No hay arte más fácilmente reconocible para un pueblo tradicionalmente católico que el arte religioso (esto a pesar de la creciente desbandada que ha sufrido dicha religión debido a la proliferación de iglesias-sectas que le han robado espacios vitales con los años). Las hordas que atiborran las iglesias cada fin de semana han acostumbrado a sus ojos a aquellas terribles, pinturas y esculturas cuasi gore de Cristos sangrantes cargando su pesada cruz con una corona de espinas en la cabeza y en la cara el gesto del dolor físico-espiritual. En ocasiones, si la celebración así lo exige, ellos mismos cargarán zarzales sobre sus espaldas, latigueándose la espalda y raspando sus rodillas en busca de la epifanía. Otras veces convencerán a sus propios hijos para que ELLOS se arrodillen y en esa posición traten de llegar hasta el templo, pues hay algo que agradecer/pedir. En buena medida, esos litros de sangre, esos gestos de dolor (+ redención) han sido la educación estética de uno de los pueblos católicos más fervientes de Latinoamérica. Pero el ojo estético del catolicismo ha sido moldeado por más referencias cuan más bizarra la siguiente que la anterior.

De la misma manera que la iconografía de los altares en los templos, los Exvotos (esos retablos caseros con delirantes escenas milagrosas en las que el lisiado vuelve a andar, el alcohólico encuentra la sobriedad y la mujer golpeada logra sacarle el demonio a su marido), los milagritos (medallas de distintos tamaños dependiendo el tamaño del deseo, con las que se ruega al santo de la devoción de cada uno para pedirle que interceda ante dios para que el milagro se haga: la cura de alguna enfermedad terminal, encontrar por fin una pareja estable) o las estampitas con la imagen de algún santo, virgen o semi-dios (usualmente en diseños kitsch multicolores, que se consiguen a las afueras de las iglesias o, si se corre con suerte, en los vagones del metro, repartidas por niños de la calle, drogadictos en rehabilitación o portadores del VIH y que son los amuletos cotidianos de el ciudadano creyente), han forjado un bloque iconográfico que, en su candidez –mezclada, por supuesto, con un tremendismo de nota roja dominical- representan lo que la fe católica es para los creyentes del país: un culto a las imágenes, las cuales poseen la carga religiosa pero también ideológica de la creencia.

Así, el transeúnte, en una transfiguración pop del mito de (San) Juan Diego puede, si la providencia así se lo permite, convertirse el nuevo elegido para pasar la voz del milagro guadalupano. Una losa carcomida, una mancha de aceite en el pavimento, una nube de forma caprichosa, todo, todo es susceptible de convertirse en el nuevo altar, en el nuevo centro ceremonial de la masa en perpetua búsqueda de la tierra prometida (aunque ésta se encuentre en algún túnel del subterráneo).(1) Igual, con el mismo empeño y la misma fe se puede encontrar un nuevo mensaje de la religiosidad extrema de los tiempos corrientes en el trabajo de Ernesto Muñiz.

SANTUARIOS DE LA GUERRILLA

Muñiz ha intervenido distintos puntos de la Ciudad de México. Sus piezas –“Guerrilla shrines”, como se refiere él mismo a ellas- son collages en los que uniendo piezas deconstruye las imágenes de las que parte, y crea nuevos símbolos que realizan un comentario sobre la religión católica. El mensaje, por lo menos a primera vista, no está escondido detrás de un discurso elaborado hasta el cansancio: simplemente, el Armaggedon parece acechar en el cielo y los soldados de dios envían el mensaje. Solo que, como en una pesadilla militar de los tiempos mediáticos actuales, el mensaje no se puede leer por el humo de las bombas, así que los mensajeros de la destrucción deben portar máscaras que los protejan del aire enrarecido; Jesús (el del Sagrado Corazón) carga un arma, no se sabe si el inminente fin de la civilización lo hizo irrumpir en una convenience store para hacer un poco de shoplifting de pánico o si, aprovechando la desorientación de la masa asustada, ha salido a las calles para conseguir cosas fáciles -¡y gratis!- a punta de pistola. San Hipólito –conocido como “el primer anti Papa de la historia”- también sale a la calle y se paga una ciberputa. La anunciación es una llamada de teléfono.

Su trabajo se encuentra en un punto indeterminado entre la intervención urbana y el street art. Mientras que los artistas locales que cultivan esta última disciplina suelen depender casi por regla del aerosol, los carteles y las calcomanías, el trabajo de Ernesto Muñiz se brinca las reglas de la guerrilla e intenta ser un poco más confrontacional, construyendo anti-altares efímeros cuya contundencia y claridad en el mensaje no dan lugar a ambigüedades y, de paso, experimenta con el collage, expandiendo sus posibilidades gráficas. El paso del tiempo (a veces ni siquiera períodos necesariamente largos), le va dando a las piezas el tratamiento deseado por Muñiz: el papel del collage va siendo arrancado, se desgasta, los transeúntes pintan sobre él o simplemente el clima va acabando con su apariencia original, endureciendo el mensaje original o mutándolo.

Sus collages funcionan como Exvotos apocalípticos; sus santos han perdido la fe, o acaso se muestran en toda su crueldad y enseñan las garras y los colmillos sangrantes, con rastros de la carne de sus presas. Las vírgenes lo son por denominación, pero su pureza la promocionan con escotes, portan armas y viven el peligro. Los nuevos milagros deben volverse shockeantes o no lo serán, no porque el pueblo se ha vuelto decreído y ya nada lo impresione, sino al contrario: la nueva fe está cobrando una cuota de sacrificios cada vez más alta, las deidades exigen cada vez más de los feligreses pero ellos exigen a su vez apariciones que quiten el aliento y, si se pudiese, el pulso. La santidad se torna más humana, y por ello mismo, más viciosa, más violenta e impulsada por el instinto. No hay nada que salvar más que el pellejo. La fe reflejada en las intervenciones de Muñiz son de un sincretismo que conjunta elementos de la religiosidad tradicional y la forma de vida (violenta) contemporánea, en la que lo real no es parte de la realidad, si no de un reality.


(1)Juan Diego Cuauhtlatoatzin, el “indio bueno y cristiano”, ahora un santo gracias a su canonización el 31 de julio de 2002 por Juan Pablo II, es el supuesto vidente a quien la Virgen de Guadalupe se le habría aparecido en 1531 en el Cerro del Tepeyac (visión que, se sabe, es una alegoría de otra aparición, esta en la Sierra Morena en España) y que representa a la fe mexicana y latinoamericana. Un fenómeno bizarro –por decir lo menos- de la ferviente admiración hacia ambos símbolos es la recurrente “aparición” del icono en las formas más estrambóticas. Uno de los ejemplos más conocidos es aquella en que un pasajero de la estación Hidalgo del Metro de la ciudad de México (a la sazón la más concurrida) creyó ver en una mancha de una losa la imagen, situación que arrastró a hordas de creyentes hacia dicha estación, quienes se arrodillaban y le rezaban al milagro; hasta lograr que a la losa se le colocara en un nicho, para mayor comodidad de aquellos que desearan detenerse a admirar la aparición.el nuevo elegido para pasar la voz del milagro guadalupano. Una losa carcomida, una mancha de aceite en el pavimento, una nube de forma caprichosa, todo, todo es susceptible de convertirse en el nuevo altar, en el nuevo centro ceremonial de la masa en perpetua búsqueda de la tierra prometida (aunque ésta se encuentre en algún túnel del subterráneo).1 Igual, con el mismo empeño y la misma fe se puede encontrar un nuevo mensaje de la religiosidad extrema de los tiempos corrientes en el trabajo de Ernesto Muñiz.




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