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Año 2007, 3
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Revista Umělec 2007/3

01.03.2007

Diana Mačulina | Contexto | en cs de es

Los últimos acontecimientos en Moscú demuestran que el arte contemporáneo se está poniendo de moda, fundaciones y galerías privadas abundan; Al día siguiente de la inauguración de la exposición Creo en el centro de arte Vinzavod, se formaron largas colas de visitantes de toda clase y condición, a pesar que era un lunes por la mañana y debían estar trabajando.
Pero tampoco vale la pena creer que el arte, por fin, ha dejado de ser “un complot de los enterados” y de repente llegó a los corazones del pueblo raso. Es moda, nada más, una moda que carece de dientes y potencial crítico. Antes de presentar el arte al público, lo purifican de substancias peligrosas y lo adaptan a las necesidades de las élites. El arte, como antes en la URSS, vuelve a dividirse en oficial y clandestino. El papel de la censura en la Rusia contemporánea lo asume la iglesia ortodoxa.

Un jihad ortodoxo
Los extremistas ortodoxos iniciaron una serie de juicios contra algunos artistas, entre los cuales destacan Avdey Ter-Ogaryan, que en 1998 partió con un hacha unas reproducciones de íconos ortodoxos y posteriormente tuvo que pedir asilo político en República Checa; los organizadores de una exposición analítica, ¡Cuidado, religión!, que tuvo lugar en el Centro Andrey Sakharov en 2003, y Marat Guelmanm con su exposición Rusia-2, que tuvo lugar en 2005. Dichos juicios obligaron a los artistas rusos a introducir una especie de autocensura respecto a los temas religiosos. Esta situación le pareció inaceptable a Andrey Erofeev, el director del departamento del arte contemporáneo de la galería Tretyakov, y organizó una exposición titulada El arte prohibido, que tuvo lugar en el Museo Sakharov en el marco de la II Bienal del Arte Contemporáneo de Moscú. La exposición reunió obras de varios años, duras y punzantes que no habían sido aceptadas en la Bienal del 2006. La propia exhibición, con sus exageradas medidas de precaución, presentaba una instalación en sí misma.
Además de la advertencia “No recomendada a menores de 16 años” que se encuentra a la entrada, los cuadros están separados del espectador por una falsa pared y tan sólo se pueden ver a través de unos pequeños orificios en la misma. Están colocados a una altura que obliga a espectadores de estatura mediana o baja, a pedir que el vigilante les preste un taburete para luego moverlo de una obra a otra —alusión a que el público aún tiene que crecer para llegar a entender el arte—. No obstante, todo esto no salvó la exposición de la ira de los fanáticos ortodoxos.
Lo que más indignación causó fue una obra de Vagrich Bakhchanyan en la cual la cara del Cristo crucificado estaba tapada por la Orden de Lenin. La razón evidente es que el comunismo en la URSS llegó a convertirse en una nueva religión. Ahora la iglesia sigue la estrategia soviética eliminando a los adversarios. También los escandalizó mucho una obra del grupo PG que representaba a un oficial violando a un subordinado ante una fila de soldados rasos. Este cuadro representa nada menos que una realidad del ejercito ruso, donde el cuerpo y el alma son torturados y quedan impunes casos como el del soldado Sychev al que tuvieron que amputar ambas piernas como consecuencia de un arbitrariedad. Los ortodoxos no se limitaron a declarar que la exposición “difamaba” a Rusia, sino también organizaron una manifestación a las puertas del Museo Sakharov el día en que los organizadores tenían previsto un coloquio. De acuerdo con la legislación vigente, el permiso para manifestaciones debe solicitarse con diez días de antelación; Sin embargo, el coloquio había sido convocado cuatro días antes, prueba fehaciente de que los funcionarios concedieron el permiso evadiendo la ley, lo que da pie a pensar que la oleada de la jihad ortodoxa podría ser provocada por las autoridades. Las pancartas que llevaban los manifestantes han reflejado otra temible realidad de Rusia. Consignas agresivas y amenazantes (dirigidas no sólo a artistas, sino también a inmigrantes) adornaban las calles: “No toquen a nuestro Dios, o Moscú va a ser aún más duro que Kondopoga” u “Horca y juicio a cualquier Judas”. No es por casualidad que la horca aparezca en primer lugar.
Los funcionarios de cultura se replegaron y rindieron el territorio del arte sin presentar batalla. A Erofeev le destituyeron de la organización de grandes exposiciones para la galería Tretiakov por un año. La dualidad de criterios salta a la vista ya que la política exterior supone que se demuestre la existencia de democracia en Rusia, por lo tanto la primera exposición oficial de la galería Tretiakov en Paris será Sots-art coordinada por Andrey Erofeev. La exhibición incluye algunas obras de “El arte prohibido” que no han pasado la censura interna del museo.
Parece que la única forma de combatir el extremismo es la educación, pero nadie reclama la introducción de la asignatura “El arte contemporáneo” en los colegios junto con las clases de religión. A falta de programas educativos estatales aparecen iniciativas particulares.

Art-vacuna
En una galería privada la censura estatal no existe, todo lo decide el gusto del dueño. Las preferencias de Igor Markin, empresario y coleccionista, son bastante originales, antes que nada confía en su propio criterio. A principios de junio de 2007 inauguró su museo privado, lo que podría interpretarse como un intento de mejorar su imagen pública (caso del museo de la fundación Ekaterina del empresario Semenikhin). No obstante, el objetivo de Markin es otro. Lo que pretende es convertirse en un nuevo Tretiakov, hacer que las masas se interesen por el arte ruso contemporáneo y que éste llegue a convertirse en una nueva idea nacional. De ahí la peculiaridad de la disposición de las obras y del funcionamiento del museo. Markin considera que el respeto hacia la cultura no se inculca por la fuerza, y el museo no debe ser aburrido, sino ameno. Uno se tiene que sentir a gusto en un museo, como en su casa, para que el arte llegue a ser algo cercano a él. Por lo tanto las vigilantes son unas chicas sonrientes en vez de las típicas ancianas malhumoradas, en taquilla uno puede comprar café y pipas de girasol junto con el billete, comer y beber en las salas. El museo permanece abierto hasta la 1 de la madrugada, los viernes van de la mano con la aparición de los pincha discos. Parece un programa lúdico con una buena campaña publicitaria, pero la verdad es que un importante paso hacia el espectador. No importa que no sean los artistas los que dan este paso, ya que esto no afecta la esencia de las obras presentadas, que pertenecen a períodos distintos, empezando por los años 60 hasta nuestros días. Lo bueno es que los empleados puedan escoger a dónde ir al salir del trabajo: a una discoteca, al cine, o a un museo. Markin optó por no colocar las etiquetas con el nombre del autor y el título de la obra. Quizá sea poco didáctico, pero, en mi opinión, es algo positivo, ya que el espectador ve la obra así como es, sin que le preceda un nombre famoso y sin una especie de muleta que es el texto. El museo es interactivo: junto con el billete al visitante le entregan unas pegatinas “Pro” y “En contra” las que se utilizan para calificar las obras. Dicen que con cada cambio de exposición que coincidirá con el cambio de las estaciones del año, quitaran las obras que no hayan gustado, mientras que las obras más valoradas permanecerán. De momento el público no muestra mucha comprensión, según sus calificaciones la peor obra es una foto de Boris Mikhailov que representa a un ladrón cuyos testículos quedaron atrapados entre los radios de la rueda de una bicicleta robada. La obra más valorada es una instalación kitch de Rostan Tavasiev que representa a unos juguetes de peluche que han abierto la puerta de un museo con un sacacorchos.

Puro cálculo
A los empresarios les han entrado ansias de crear, mientras que los artistas hacen carreras oficiales o estatales. Las autoridades los apoyan por las mismas razones que los hicieron realizar el proyecto de Erofeev en Paris. Afortunadamente para los funcionarios, el hombre-perro Oleg Kulík olió “la estabilidad”, se puso sobre sus patas traseras y empezó a “servir”. Al principio el perro aprendió a sacar fotos muy comunes y puramente comerciales que no tenían suficiente calidad para publicarse en una revista de papel couché, pero llamaban la atención por ser obra de un perro. Luego cogió pista que llevaba al futuro luminoso del fascismo ortodoxo. Sin contradecir a los censores, dejó de ser visionario, se convirtió en un gurú y llamó a los artistas a abrazar la fe. Tales esfuerzos no pasaron desapercibidos y el artista ha sido premiado con una retrospectiva de su obra en la Casa Central del Artista. Fue algo sin precedentes: 10, 000 metros cuadrados en pleno centro de Moscú para un sólo autor. Los organizadores bromeaban: “Ahora sí entendemos de qué artista es la Casa”. Luego resultó que el espacio le quedaba algo grande al perro, ya que la décima parte sería suficiente para tener una idea sobre la obra de Kulík. Laberintos largos y oscuros de polietileno negro que cubría las paredes, el techo y el suelo, separaban una obra de otra. El espectador tenía que recorrer cientos de metros para comprobar que casi todas la obras eran secundarias y no merecían tanto alboroto. El objetivo de tanta agitación evidentemente es mostrar las oportunidades que se ofrecen a un artista que se conforma con ir atado a la correa de la ideología estatal.







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