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Una Mañana de Domingo
Revista Umělec
Año 2007, 3
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Una Mañana de Domingo

Revista Umělec 2007/3

01.03.2007

Arlene Tucker a Sarah Lippek | Crónica | en cs de es

En Nueva York, el entrar en una torre de oficinas –en la cual una tenga una razón perfectamente legítima y una cita establecida con un anfitrión dispuesto- puede involucrar numerosas permutaciones de seguridad. El registrarse, proporcionar identificación, permitir el escaneo de la identificación, aceptar la emisión de una foto-identificación temporal, aceptar un código de barras, una pegatina, proporcionar nombre, dirección, propósito, llamar con anticipación, caminar con un acompañante. Las calles, también, están sujetas a continua observación. Miles de cámaras ronronean sus pequeños motores, día y noche, en postes, en bardas, en estacionamientos y a lo largo de caminos y puentes. La sensación de soledad está erosionada. La ciudad admite esta vigilancia con desdén –se está monitoreado pero no visto, seguido pero no deseado, disponible pero no buscado.
Los intersticios entre los ángulos de visión se están cerrando rápidamente. Ya quedan muy pocos puntos ciegos en la ciudad, pocos lugares privados en el dominio público. En este contexto, casi parece egoísta esperar escapar, ya no se diga esperarlo a mitad del East River, en la Isla Roosvelt. Aun así, en el extremo sur de la isla, entre Manhattan y Queens, en un humedal artificial bendecido por vistas del horizonte aéreo en dos direcciones, se levanta un castillo en ruínas, un lugar abandonado intocado por las directrices que imponen el tener que servir para algo. Esta ruina es un lugar no observado. El Hospital de Viruela de la Isla Roosvelt ha estado vacío por más de cincuenta años.
Madrugando lo suficiente como para darnos cuenta del amodorramiento de los isleños, nosotras tres nos escabullimos por la reja encadenada. Mirando nerviosamente en todas direcciones, pasamos junto a un pescador que nos dirige un hola “perfectamente normal”, como si no estuviéramos haciendo nada en absoluto. Con tantos corazones latiendo al unísono en la ciudad, uno nunca esta solo. Ojos: de una cámara distante o escondidos tras una cortina. Parece que nada puede esconderse en un lugar como la ciudad de Nueva York. A los americanos se les enseña a permanecer vigilantes con los slogans presentes en todas las estaciones del metro: “Si ve algo, diga algo”.Como entrenamiento al inminente riesgo que nos espera, tenemos la confianza suficiente para estoicamente ignorar los letreros que advierten que es ilegal entrar.
El alcanzar las ruinas involucra un mediano caso de invasión de propiedad ajena. Un flujo de preguntas: ¿Qué pasará si alguien nos encuentra? ¿Qué diríamos?... ¡Al demonio con todo, nunca más lo intentaremos!
Pasamos las cadenas, la plancha de concreto parece aun más caliente, el camino parece en erupción, los árboles son agitados por la brisa y las ventanas de Manhattan y Queens parecen estar a tiro de piedra. Acercándonos a las ruinas del lado de la sombra que proyectan las hierbas malas, a lo largo de una brecha lodosa marcada con huellas de gato, observamos la fachada inclinándose desafiante, inundada de ortigas, su majestad perdida. Es visible aun todo el trabajo que involucró, pero la vegetación invasora es mucho más intrincada e impresionante. La piedra se está colapsando a cámara lenta. Una pared se curva precariamente en la cima, se cae-no-se-cae, como una ola suspendida momentos antes de azotar la playa.
Por el momento, debemos contener toda exuberancia. El secreto se inicia con la posición encorvada, al cuello lo mueven bisagras que giran la cabeza de un lado al otro. Como una sombra invertida diciendo que no, no, no, a algo que en realidad quiere. Sonriendo enormemente y asombradas, finalmente penetramos el edificio, es espacioso, la piedra refrescada por todos los escombros. El polvo se asentó, dejando la humedad que cubre nuestras pantorrillas junto con residuos de pasto y provoca comezón. Destrucción, deserción y un zumbido melódico se entretejen tan sutilmente que debemos forzarnos entre nosotras para recordar. Las paredes son montones de ladrillos gentilmente inclinados; las ventanas han crecido, sus huecos son mas grandes que como fueron imaginadas, dejan entrar más luz, mas vista. La mayoría de los recubrimientos del techo han desaparecido, el primer piso está abierto al segundo piso; casi todo el segundo piso está abierto al cielo. Por los hoyos en los ladrillos, observamos el luminoso camino que circunda la punta de la isla. En eso, un trotador rebota en el sendero, unas a otras nos ordenamos escondernos en murmullos, ¡quietas! No queremos ser vistas. Estamos en el lado equivocado de la barda. Asumimos el papel de nuestros censores; nos monitoreamos, construimos torres de vigilancia tras de nuestras frentes. Imaginas que la gente que saca a pasear su perro o que simplemente da un paseo matutino son agentes del estado fascista y nos encorvamos para escondernos de ellos.
Aceptándolo todo, las tres gravitamos hacia el extremo norte del edificio, donde aceptamos el moderado reto de escalar una ventana. Ayudándonos cada una con altura y fuerza, logramos llegar al segundo nivel. A la izquierda, espacio abierto, un hueco enorme que nos refiere a una escalera desaparecida, aun se conservan restos de zigzags de hierro y hacia adelante encontramos inmensos cuartos habitados por árboles en calidad de pacientes. La estancia de la derecha tiene apariencia de estar habitada: recubierta de coloridos graffities, mechada por misteriosos hierros en las paredes, sombreada por árboles que la techan; alfombrada de botellas de cerveza Brooklyn y envolturas de dulces Besos. Todo cubierto por un fino polvillo verde que parece emanar de los árboles que coronan las ventanas. Nos preguntamos como es que un cuarto vacío puede sentirse tan ocupado. Las superficies de la habitación son un pastiche de pintura en spray, marcador permanente, pintura de labios. Éstos son vestigios de gente pero, de alguna manera, los residuos de sus huellas digitales son algo más que solo una señal de vida. Cada toque digital está grabado en la roca. Cada ocupación generó otra línea de la vida. Son gusanos recorriendo la estructura, disuelven las paredes y empujan al presente hacia abajo, agobiado por el peso del pasado.
Naturalmente, una esperaría fantasmas. El vacío parece una imposibilidad aun cuando este golpeando tu frente. Existe una abrumadora sensación de posibilidad. Este es un lugar donde no aplican las reglas, un espacio post-humano. Los pisos se mueven bajo nuestros pies; una sólida pared puede convertirse en polvo; nada es sólido o enteramente confiable. Los sentidos trabajan a tiempos extra. No podemos depender de suposiciones, así que cada paso es experimental. Nuestros ojos están ávidos e inquietos, aumenta nuestro sentido del olfato. La vigilia es vivificante. Cualquier esquina puede esconder una imposibilidad. Una mano mutilada, un brillante candelabro con velas encendidas, un gato hecho de humo. Sin embargo, ninguna de estas cosas aparece. La atmósfera es irremediablemente alegre. Este lugar, que albergó tanto sufrimiento humano, se está asfixiando a si mismo. Abandonado, el hospital que se convirtió en ruina se convertirá simplemente en parte de la colina. Los fantasmas se han resignado a descansar en un pacifico túmulo funerario. La luz del sol refleja en las suaves motas de polvo, retoños de árbol se impulsan deseosos en sus aun delgados troncos. La piedra y sus memorias están regresando a su fuente, escurriéndose de regreso a la isla.
Cuando las ruinas se hayan ido, tendremos solamente el registro histórico para recordarnos que la estructura alguna vez existió. El Hospital de Viruela se completó en 1856, cuando la enfermedad asolaba la ciudad de Nueva York. Fue diseñado por James Renwick, Jr., un arquitecto a cuyo nombre siguen, en la mayoría de los relatos, palabras tales como prominente y respetado, de moda y exitoso. Trabajó en varios edificios neoyorkinos que aun permanecen en pie, incluyendo la muy admirada Iglesia Grace. Esta fue construida para imitar la grandiosidad de una catedral medieval, pero se utilizaron madera y estuco en lugar de piedra. Un retrato fotográfico tardío de Renwick lo muestra con una cerrada barba blanca. El hospital no fue originalmente nombrado en honor de su diseñador, pero ahora que la estructura está en decadencia, ablandada y abandonada, se le nombra las Ruinas Renwick.
La piedra de la fachada es de cantera gris, rocas obtenidas de una mina descubierta en la isla misma, los mineros fueron prisioneros. La piedra fue rescatada de bajo la tierra, las raíces alteraron la superficie. Las entrañas de la isla fueron reacomodadas. De montículos y campos, de jirones de noble tierra y vegetación creció una torre, moldeada por manos humanas en forma de cajas, cuartos, planos marcados por regulares ventanas paralelas. Todos esos montones de piedra desnuda se levantaron en una configuración ordenada. Gracias al trabajo de esclavos, toda la obra costó meramente $ 38,000 dólares. El Comité para la Conservación de Monumentos quedó impresionado, en 1975, por este fino ejemplo de Renacimiento Gótico: “Esta pieza arquitectónica se distingue aun más por la estructura superior en forma de torre, con un arco gótico en punta sobre ménsulas y coronado por almenas y un arco en punta menor”. Estos detalles se han ido difuminando desde 1975.
Entre la colocación triunfal del último ladrillo (¿Alguna vez hubo una ceremonia de corte de listón? ¿Champagne en los prados? ¿Fueron los prisioneros-trabajadores ovacionados por funcionarios municipales cubiertos por sombreros de seda? ) y la declaración del sitio como una reliquia en el año de 1975, el hospital funcionó durante la mayor parte de su vida habitada como un lugar de cuarentena. Construido por prisioneros para aislar dentro de sus paredes a los enfermos y separarlos de sus semejantes sanos. El personal se componía, también, de prisioneros, humanos desechables que se clasificaban dentro de los infectados, incluidos en el 30% de posibilidad de morir que acompañaba a una infección de viruela. Se puede pensar que los hospitales son lugares de curación, en donde a la gente enferma se le atiende. Los registros del Hospital de Viruela de la Isla Roosevelt sirven para recordarnos que los hospitales también están diseñados para dividir a los que están bien de los que no están bien, para concentrar contaminantes y aislar a los contaminados de la interacción pública. La cuarentena significaba, para muchos, una forma de abandono activo. Una estancia en el hospital de cuarentena podía significar comida podrida, ratas, muerte.
Las ruinas, el hecho de su deterioro, dan cuerpo a la división, como en pantalla múltiple, de la vigilancia interna en la ciudad de Nueva York. Este es un lugar construido para poder escudriñar, monitorear y restringir, un lugar que simultáneamente recrea el descuido y el desdén. Vigilancia y abandono. Lo que ahora se llama Isla Roosevelt alguna vez fue conocido como la Isla del Bienestar Social. Adicionalmente al Hospital de Viruela y la prisión, la isla albergó una institución mental, un taller y un laboratorio de investigación. Era una zona institucional, un lugar de aislamiento, separado de la vida diaria de la ciudad por el profundo Río East. Ahora, el derruido hospital ha invertido su propósito. De un lugar de confinamiento a uno de diversión. Nosotras, tres aventureras, tenemos que entrar; buscamos el confinamiento que se le impuso a tantos. El abandono que mató a aquellos en cuarentena se ha convertido en una relajante soledad. Callados rayos de luz polvorienta, puertas que cuelgan chuecas siete metros sobre el piso más cercano, jardines entrando caóticamente por las ventanas y sobre las paredes. El aislamiento jamás se sintió mas seguro. Tristemente nos vamos, abriéndonos camino entre la espesa vegetación hasta llegar al deslumbrante sol de medio día. Atravesamos la reja, de regreso a la ciudad. Los trotadores pasan a nuestro lado con sus auriculares. Si es que nos ven, nadie dice nada.



Fotografías de Monica Cook, Sarah Lippek,
y Arlene Tucker.




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